No creía que pudiera crecer
entre mi jardincillo septentrional,
áspero, frío, inhóspito, banal,
tibieza alguna ya al atardecer.
Erré y brotó como el amanecer
una rosa amarilla sensacional,
altanera, misteriosa y virginal,
pintando en ébano mi padecer.
Te entregué, sin pensar, mi sentimiento.
Doré mis vestigios con tu esperanza.
¡Te abrazaba cual naufrago sediento!
Llegó, hora maldita, la balanza,
y no te ofrecí la rosa. Hoy lo siento.
Te invoco, Fatimah, con añoranza.
José Urbano Priego © 2011
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