A Jessica Pinedo Sandoval
Sabía que no habías muerto, papá. El día que escuchó esa media docena de palabras, hacía una semana, había vuelto a cambiarle la historia a Elías. Con toda seguridad era el hito más importante en su vida después de aquel lejano 17 de enero cuando abandonó todo y se embarcó, derruido, rumbo a ninguna parte.
Sentado en el porche, con la mirada perdida en el inmenso mar, había escuchado cómo se acercaba suavemente un automóvil. Pensó que se trataría de otro constructor interesado en comprarle su casucha. La playa de San Benito se había convertido en objetivo de los especuladores, ávidos de edificar lujosos apartamentos para turistas. “Si conocieran lo que este refugio significa para mí desistirían de su propuesta”, pensó Elías con el runrún del motor del carro a escasos metros. Pero esta vez erró en su intuición. Del todoterreno descendió con timidez una hermosa joven pelirroja con su bolso en bandolera.
Cuando, quince años atrás, Elías se había instalado en la Península del Yucatán, los lugareños se hacían preguntas. Hasta en Mérida hablaban del asunto. El enigmático porte del marinero, su escasa conversación y el aire de amargura que destilaba su presencia eran el mejor caldo de cultivo para que la gente especulara sobre la historia de aquel marinero español y por qué había elegido Chicxulub para reposar sus huesos. Sus estancias en la casa de la playa eran muy cortas, nunca más de dos meses, pues su trabajo estaba en alta mar como oficial de un buque carguero de bandera panameña que navegaba por todo el mundo. Allí recalaba, siempre solo, entre travesía y travesía.
Lo que le ocurrió en España hacía veintisiete años le había acompañado desde entonces dondequiera que fuese. Pero ahora era distinto. Además de rememorarlo una vez más, durante la visita de su hija tuvo que verbalizarlo, lo que no era plato de gusto para aquel ser atribulado. No obstante, supo con claridad que la repentina aparición de la hija a quien no había vuelto a ver desde entonces, vendría a reubicar las cosas.
—Parece milagroso que me hayas localizado, Ángela. ¿Cómo tuviste noticias de mi existencia?
—Fue de una manera fortuita, algo así como una intuición. Resulta que un amigo mío, periodista también, es hijo de un marinero bilbaíno. Un día me contó una amarga historia que le contó su padre sobre un colega con el que había coincidido en una taberna del puerto de Rotterdam. Entre los vapores del vino, a aquel marinero se le escapó un lamento tan profundo que desgarró el alma del lobo de mar.
—¡Pero son tantas las historias que circulan sobre los marineros!
—Sí, papá (qué raro me suena), pero esta ocasión fue diferente. Mamá, al principio, me dijo que nos habías abandonado de mala manera, por lo que llegué a odiarte tanto… Al cumplir los doce, me dijo que habías muerto. Yo tenía vagos recuerdos de ti, siempre jugando conmigo, muy cariñoso, me abrazaba feliz a ti y acariciaba tu barba. Yo no había cumplido todavía los cuatro años cuando desapareciste de mi vida… hasta hoy. Fui a Bilbao a ver al padre de mi amigo para sonsacarle detalles. Por fin pude arrancarle un nombre.
Cuando escuché el nombre de Elías casi me caigo del mareo.
—Pero de eso hasta encontrarme aquí en el Golfo de México…
—No fue tan difícil. Labor de periodistas, hice unas indagaciones, compañías navieras…
—Recuerdo aquella conversación en Rotterdam, aunque hace tanto tiempo ya… ¿Y qué te contó? Ya sabes que los relatos se van distorsionando de boca en boca.
—Algo muy feo. Casi prefiero no hablarlo… No quiero causarte dolor ahora.
—El daño ya está hecho, infantita. Así te llamaba. Siempre soñaba con volver a casa… ¡Ay, hogar, dulce hogar! Nos casamos muy jóvenes. Yo la amaba. Fueron unos años preciosos. Naciste tú… Se me hacían eternos los días en el mar, pero había que trabajar, pagar los gastos, ya sabes... No imaginas cómo ansiaba el regreso para verte, mi infantita, y para estar con mi amada esposa. Cada día navegando era un suplicio pensando en vosotras dos. Parecía que nunca llegaba el soñado día de tomar tierra…
—Continúa, papá —balbuceó Ángela con los ojos humedecidos.
—Aquel invierno fue muy duro en el mar. Terribles tempestades… Cuando aún no habíamos llegado a las Azores el capitán ordenó regresar a puerto. Nuestra vida corría grave peligro. No sabes cómo me alegré. ¡De vuelta a casa! Imagina mi felicidad.
—Si deseas parar… No quiero que sufras con ese recuerdo.
—Prefiero que lo oigas de mi boca. Una sola vez, es de justicia. Cuando llegué de improviso a casa, loco de contento, te encontré dormida en el sofá. Entré sigiloso para daros una sorpresa. En nuestra cama de matrimonio estaba ella… con Ramiro, mi mejor amigo…
—Lo siento mucho, papá —Ángela abrazó, deshecha, a su padre después de veintisiete años.
—Se me cayó el mundo encima. Me vino al cerebro el olor de la sangre, me entró un sudor frío que no me dejaba pensar. Me quedé inmóvil, incrédulo. Temblando miré a él, después a ella… y salí de la alcoba destrozado. No te di ni un beso de despedida. Odiaba aquella casa y todo lo que albergaba. Aquella deslealtad transfiguró todo mi mundo. De repente, sólo vi engaño en todas las criaturas. Tú no tenías ninguna culpa, hijita, pero… Lo siento mucho…
—Tienes razón, yo no tuve ninguna culpa.
—En realidad, ésa ha sido mi cruz todos estos años: tener que renunciar a mi querida hija. No di ni un paso para saber de ti, por tal de no encontrarme con aquella mujer que me traicionó. No merezco tu perdón porque yo también actué contigo de forma miserable.
—Mamá perdió la razón hace tiempo y acaba de fallecer.
—Pobrecita, que Dios la ampare. Ya ves, cariño. Aquella deslealtad nos destrozó a los tres. ¡Qué pena!
José Urbano Priego © 2010
2 comentarios:
No podria reunir las palabras necesarias para externarte mi admiración y gratitud José !!!
extra eres un virtuoso de la pluma ...
Estupendo el relato, ya ves que al final el tiempo pone las cosas en su sitio. Lástima que en este caso haya tardado un poco, pero al menos, el final es satisfactorio.
Un abrazo
Verdial (en facebook Conshy Blanco Benitez)
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