Ahora que me había decidido a molestarle enviándole un manuscrito mío para solicitarle su preciada opinión, va usted y nos deja. Su delicada salud era lo que me había retenido hasta ahora, pero yo pensaba que usted llegaría a los cien, tan fresco, al verle así de espigado y ligero. Cuando ayer recibí la fatal noticia sentí que algo se me desmoronaba por dentro.
Debo decirle, don José, que mi admiración por usted nació de repente, un día que le escuché relatar algunos pormenores de cuando usted y su familia abandonaron su amado pueblo natal, la Azinhaga de su infancia, para marchar a instalarse en Lisboa, en busca de la sempiterna prosperidad que anhelan las clases humildes. Contaba usted cómo alguien de sus mayores —su abuelo Jerónimo, creo— se abrazó, llorando, a cada uno de los árboles de su finca, en un gesto de despedida del terruño, de sus raíces, que a partir de entonces se trocarían en gris asfalto lisboeta. Imaginar a un hombre hecho y derecho, adusto, cabal, abrazando a un árbol, es una escena que me ha acompañado desde entonces, como paradigma del más sublime lirismo.
Después tuve acceso a sus textos, cuajados de introspección, de serenidad, de sencillez, de fina imaginación, que desmenuzan con maestría los entresijos de la conducta humana. Luego conocí su compromiso con las causas difíciles, su valentía al expresarlo, y todo ello con ese talante severo, tranquilo, serio, con esa adustez de los hombres de campo, aunque no exenta de una exquisita ironía que trascendía cualquier foro.
Su figura, don José, se convirtió en una referencia vital para este modesto aficionado a juntar palabras. ¡Son tantos detalles los que me identifican con usted!, salvando las distancias, claro está: Su extracción de clase humilde, en la que se contaban no pocos miembros iletrados —académicamente hablando, por supuesto—, pero dotados de esa ancestral sabiduría que nutre las conciencias sensibles; su emigración familiar buscando nuevos horizontes más propicios; su tardío comienzo en el ámbito literario; su necesidad de un rinconcito solitario donde la reflexión brote sin artilugios; su porte quijotesco, con esa sequedad en el físico que recuerda a los sarmientos de las cepas sureñas… Por otro lado, como es natural, también existía alguna diferencia, aunque ésta no nos separaba: Su ateísmo y mi creencia no son sino las dos caras de la misma moneda, y ambas, en este caso, luchan contra el mismo demonio. Resulta anecdótico que un amigo mío, un viejo zorro portugués también —aunque nacido y criado en Angola—, sin conocer apenas estas afinidades suele llamarme Saramago, en plan jocoso claro, y quizás para burlarse de mí entre los amigachos.
Más de una vez, al terminar de escribir un relato, me sorprendí releyéndolo como si yo fuera usted, buscando su aprobación o su repulsa. Una y otra vez revisaba el texto, mirándome en su espejo, considerando la supresión o sustitución de algún término innecesario, demasiado frívolo o inapropiado. Discúlpeme usted esta licencia, pues creo que a usted no le perjudica en nada y a este principiante le beneficia en mucho el lustre de su sabiduría.
Hasta ahora, todo lo escrito aquí tiene que ver, digámoslo así, con lo íntimo. Me resultaría difícil señalar la conmoción que su fallecimiento ha causado en el mundo entero, pues usted es un ciudadano universal, justamente reconocido por su Premio Nobel y avalado por la extensa y brillante obra que generosamente nos ha legado. Pero esa conmoción adquiere tintes épicos en su soñada Iberia, donde su figura es más cercana y amada. Su desaparición ha sumido en la más amarga tristeza a numerosos seres humildes, desheredados, a los que sufren la opresión y la injusticia de esta sociedad deshumanizada que usted tanto combatió, y que ahora se sienten desvalidos, desprovistos de la clara voz de un príncipe de la ternura que siempre estaba ahí, dispuesto para representarles y defender su aflicción.
No quisiera ser descortés y que estas líneas tuvieran el sabor amargo de las despedidas, pero es que me siento huérfano, José. Eso no puedo obviarlo, por más que quisiera, pero no dude que su ejemplo siempre anidará en mi ánimo, tan apagado ya por la zozobra que diría yo que no teme a ese último viaje. El polvo de sus huesos sobrevolará, con grandeza, los mares embravecidos y los yermos campos del Alentejo, pero sus luminosas palabras así como su valiente testimonio quedarán aquí para sacudirnos la conciencia, que buena falta nos hace. Hasta siempre, maestro Saramago, y cuídese usted.
José Urbano Priego © 2010
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