A Gervasio Sánchez
Lo vi por primera vez en Bosnia, en la ciudad de Tuzla. Fue uno de los pocos periodistas que pudieron ver en directo la llegada de la fantasmal columna de harapientos que, milagrosamente, había logrado escapar de la masacre en la factoría Potočari de Srebrenica. Tomaba sus fotografías con lágrimas en los ojos. El sofocante calor de agosto parecía importarle poco, o nada. Semanas después coincidí con él también en Sarajevo.
Pero fue en Mostar donde pude cruzar algunas palabras con él. Me resultaba un ser fascinante por su manera de estar en una región donde la vida no valía ya nada. Tendría cuarenta y pocos años, era excesivamente delgado y de porte sobrio, de una gravedad que me atraía poderosamente. Su mirada era limpia, transparente, de las que desenmascaran cualquier atisbo de falsedad. Gonzalo me dijo que era su nombre, y que viajaba por libre con su propio dinero. Poco más pude sonsacarle.
En enero de 1999, casi cuatro años después, lo volví a ver en Sierra Leona. La lucha por el poder, y los diamantes, habían convertido ese país en el escenario de las más atroces calamidades que pueda imaginar un ser humano. Las matanzas arbitrarias, amputaciones de miembros a machetazos y las violaciones a mujeres y niñas eran la orden del día: 7.000 muertes en tres semanas. El secuestro de periodistas y misioneros era la transacción preferida por la guerrilla, que después de tomar el control de casi todo el país, había trasladado sus bárbaros efectivos a la capital, Freetown, donde campaban a sus anchas. Elegir estar en Freetown en esas fechas sólo puede ocurrírsele a alguien sin miedo a morir, o a un descerebrado. Y Gonzalo no tenía pinta de ser ningún loco. Yo también estaba alojada en el hotel Cape Sierra. Con su paso tranquilo, Gonzalo atravesó el hall. Lo abordé enarbolando la mejor de mis sonrisas.
—¡Gonzalo! ¿Me recuerda? Sarajevo, Tuzla, Mostar…
—Claro, la recuerdo. ¿Erika era su nombre?
—¡Qué alegría que recuerde hasta mi nombre! Veo que le gustan los escenarios calientes.
—Si fuera por gusto estaría en cualquier otro lugar del mundo, ¿no cree?
Logré citarlo por la noche para cenar juntos en el hotel. Llegó puntual. Durante la frugal cena hablamos largamente sobre el conflicto armado. Me mostró fotos terribles; leí un escalofriante texto que él había escrito la noche anterior; recordamos lugares y personas que ambos conocíamos… Pero apenas me dejaba resquicio para hurgar en su propia existencia, que era lo que a mí más me cautivaba. Usé artimañas sutiles, armas de mujer…, pero nada, no había manera. Cuando, por respeto, ya estaba a punto de abandonar, brotó de sus labios, con una tristeza indescriptible, esta enigmática confesión: “Ya me he acostumbrado al zumbido de las balas, pero no al amargor de las puñaladas en el costado que nos asestan las personas que amamos”.
Aquellas palabras han venido a mi mente en multitud de ocasiones. He especulado mil veces tratando de buscarle un sentido apropiado a la personalidad de aquel hombre solitario de luminoso aura. He viajado por decenas de países por mi condición de funcionaria especial de la ONU —una especie de espía buena que recopila información al servicio de la Paz—, y en todos los remotos lugares que he visitado, siempre inmersos en graves conflictos, he observado alerta con el deseo de volver a encontrármelo.
Sí he leído sus emocionantes crónicas y visto sus devastadoras fotografías en diversos medios de comunicación de todo el mundo, en varios idiomas: “Gonzalo Álvarez, fotoperiodista” es su sello corporativo. En sus textos se refiere a masacres, desaparecidos, a minas antipersonales, al negocio de la guerra… Le han otorgado los más prestigiosos premios sobre Periodismo, a los que acude con humildad, llamando a las cosas por su nombre, manejando argumentos que sorprenden a los políticos, que, sin embargo, no pueden refutar con sus demagogias.
Como Gonzalo no está adscrito a ningún medio concreto, resulta difícil seguir sus pasos. A las redacciones llegan correos electrónicos fechados en El Salvador, Guatemala, Israel, Irak…, que son recibidos con entusiasmo por su nombradía profesional. Algunas emisoras de radio difunden sus entrevistas, vía teléfono, en las que explica con detalle sus vivencias por el mundo. No obstante, nadie parece conocer donde está su casa, si es que la tiene, y cómo es su vida cuando no está esquivando balas o departiendo con las víctimas de las barbaries humanas.
Me convertí en ávida lectora de cuanto publicaba. Observé que a partir de 2005 sus trabajos se distanciaban más en el tiempo. La calidad de sus escritos mejoraba sensiblemente trabajo tras trabajo, pero, inexplicablemente, a medida que pasaba el tiempo, más se espaciaban.
En el año 2007 sólo vi publicado un trabajo suyo en la web del periódico El Heraldo. Ya resultaba sospechoso. Algo estaba pasando. Escudriñé palabra por palabra, diez, veinte veces, ese último texto en busca de alguna señal que arrojara algo de luz al asunto. Trataba sobre la situación en Palestina, pero reconocía en su artículo que era sólo una reflexión en voz alta. Por primera vez no se trataba de un trabajo periodístico de campo, sino más bien una exposición en clave literaria, de un lirismo que helaba el alma. Allí estaba la respuesta: “…por motivos personales, esta vez no me ha sido posible desplazarme hasta Gaza…”.
Un tanto preocupada, usé mis contactos oficiales para hacer algunas indagaciones. El último envío estaba fechado en Berna. Conseguí también su dirección electrónica, el instrumento más preciado para relacionarse con un contumaz viajero. Le escribí con la excusa de que cierto departamento de la Unesco deseaba proponerle algo interesante.
Al cabo de seis largos días llegó su respuesta. Amable, respetuoso, agradecido…, pero noté un regusto tristón. Me decía que ya había colaborado en diversas ocasiones con este organismo internacional, pero que en esta ocasión tenía que disculparle porque, “por un pequeño problema de salud”, no se encontraba en su mejor momento. Aunque no daba más detalles, aprecié cierto esfuerzo por quitar hierro a la dolencia que le tenía indispuesto. Aquello me escamó. Literalmente todo estaba bien, correcto, pero entrelíneas percibí cierto aire de soledad.
Le volví a escribir. Esta vez con un tono menos profesional, directo al corazón. Me interesé por algunos detalles sutilmente, tratando de no invadir intimidades que no me pertenecían. “¿Es que vive usted en Suiza, con su familia?”. Pensé varias veces antes de poner la palabra familia, pero era vital saber en qué condiciones estaba allí. La frase salió ingenua, por lo que consideré que no debía de molestarle.
Su respuesta llegó con celeridad. El dardo lanzado a aquel lobo solitario creo que le tocó la fibra sensible. “Le agradezco enormemente su consideración. No debe preocuparse por mí. El personal de la Cruz Roja es excelente. Me tienen aquí como un señor”, me decía entre otras cosas, algunas con cierta pátina de gracejo andaluz. No obstante, sobre mi escueta pregunta no aclaraba nada, y sospecho que intencionadamente.
Lo de la Cruz Roja ya me acabó por preocupar. Mi pálpito fue que aquel viejo barco estaba allí encallado. ¡Solo! De inmediato entré en internet en busca de alguna pista. Ésta llegó pronto: La Cruz Roja tenía una clínica en las afueras de Berna especializada en el tratamiento a las víctimas de conflictos bélicos. ¡Ésa era su casa ahora!
Sufría pensando en Gonzalo. La posibilidad, cada vez más sentida, de que pudiera encontrarse solo en un trance de enfermedad martilleaba mi cerebro. La verdad es que lo conocía poco, pero con lo poco que vi en él me había construido una imagen idealizada sobre su persona. Sabía que era trigo limpio. Sobre eso no tenía la menor duda, pero también podría ser que hubiera decidido beber ese trago de hiel en solitud, en completa libertad. Sopesé mis sentimientos, vencí todas mis prudencias, y cuando quise darme cuenta ya había reservado un billete de avión para la mañana siguiente. Total, desde Barcelona estaba a un paso.
Un tanto azorada, pregunté:
—¿Mr. Gonzalo Álvarez, por favor?
—A ver… un segundito… ¡ajá! ¿Es usted de su familia?
Al escuchar la respuesta me dio un vuelco el corazón. Mi instinto había resultado certero.
—Habitación 212.
Entré en la habitación. Allí estaba. Delgadísimo, con el cabello plateado por completo, y muy sereno. La vía intravenosa en el antebrazo y los tubos por donde recibía la sabia transparente que le alimentaba y que dulcificaba sus pesares le daban un aire de fragilidad. Pero lo encontré fulgurante. Con una limpia sonrisa me dijo:
—¡Veo que le gustan los escenarios calientes, eh!
Me dio por reír. El pecho se me ensanchó de alegría. Le besé en la frente y me senté a su lado. Él también se veía feliz de verme, lo que me complació sobremanera.
Me instalé en un hotelito cercano a la clínica, pues ignoraba cuánto podría durar mi estancia. Pasábamos los días enteros conversando plácidamente. El mundo se detuvo en aquella habitación.
Durante los siete primeros días recibió algunas llamadas. Seis o siete, quizás. Yo no hacía preguntas. Sólo esperaba algún comentario suyo acerca de la identidad de su interlocutor para irme ubicando en el universo de Gonzalo. Eran llamadas emotivas, es cierto, pero en todas las que yo presencié percibí ese tono protocolario propio de alguien que se interesa por un convaleciente. Y creo que todas provenían de personas que lo trataron en el ámbito profesional.
Pero visitas, en persona, ninguna. Es cierto que por la habitación pasaban a diario decenas de criaturas, de todos los colores, pero eran de dentro de la misma clínica. No hablo del personal médico que, por cierto, lo arropaban con mimo, sino a otros pacientes y familiares de éstos que se acercaban para saludarle e interesarse por su estado. Algunos eran asiduos contertulios. Se notaba que era un hombre respetado y, sobre todo, querido.
Yo ya no pude más. Al octavo día le solté a bocajarro:
—Gonzalo, ¿no tiene usted familia?
—Mis padres fallecieron hace muchos años. Yo era hijo único.
—¿Nunca se casó?
—Sí, una vez, pero no salió bien.
—¡Vaya! Es lo más frecuente.
—Así es, Erika.
—¿Puedo preguntarle qué…? —me atreví a esbozar con timidez.
—Digamos que no se portó bien. Faltó a la lealtad. Dejémoslo ahí, por favor.
Por supuesto no insistí. Además noté que su rostro se entristeció. Me sorprendió que usara la palabra lealtad, en lugar de fidelidad, por ejemplo, que suele aparecer con más frecuencia cuando se trata de relaciones conyugales.
El noveno día amaneció especialmente gris en Berna. Muy tempranito vinieron dos auxiliares para asearlo en la misma cama a base de esponjitas enjabonadas, `pues no le quedaban fuerzas ni para levantarse. Él agradecía especialmente estos cuidados, a lo que las jovencitas respondían con cariño: “No tiene que agradecernos nada, señor, es nuestro trabajo”. Una de ellas fue más allá. Con un gesto picarón, le espetó: “Además nos gusta toquetear a un señor tan atractivo”. Palabras como aquellas eran suficientes para alegrar el resto del día a Gonzalo, bastante coqueto por naturaleza.
Esa mañana otoñal fue especial. Acababa de leerle un cuento de Rabindranath Tagore, ambientado en la mítica Varanasi, y lo noté muy sensible. Tras un largo silencio —nos concedíamos muchas pausas en nuestras conversaciones—, se arrancó con los ojos humedecidos:
—Lo que nunca entenderé es lo de mi hija.
—¿Tienes una hija? —le pregunté atónita.
—Sí, Erika, Laura se llama. No sé nada de ella desde hace catorce años.
Hice las cuentas con rapidez. Catorce años. 1995. El año de la masacre de Srebrenica. La primera vez que lo encontré en aquel infierno.
—¿Qué pasó, Gonzalo? Perdone mi pregunta.
—No te preocupes —continuó, tuteándome por primera vez—, saqué yo el tema. Es la primera vez que hablo sobre esto. ¡Me duele tanto! Le dimos lo mejor. Una princesita. Nos admirábamos. En su infancia no se separaba de mí, pasaba horas y horas conmigo. Lo era todo en mi vida. Yo escribía para un periódico en Barcelona. Pero tuve un bajón. Un pequeño tumor me devoró un pulmón. Hacía un año del divorcio. La perspectiva no era buena. Ya sabes, el hastío, el desengaño, las dichosas defensas, la depresión de los cuarenta…
—Sigue, por favor —le tuteé yo también un tanto impaciente.
—No podía imaginar su reacción. Al principio me acompañaba gustosa a los tratamientos. En el hospital sí estaba conmigo, pero, ya en casa, de repente, cuando más necesitaba de un apoyo, se dejó atrapar por la vida frívola. Es normal, diecinueve años, la universidad, las fiestas… Todo un mundo por delante. Y yo, sin embargo, sólo podía ofrecer entonces enfermedad, miedo y decrepitud, además de unos escasísimos ingresos, pues mis fuentes se fueron secando al no tener fuerzas ni para escribir. Reconozco que la propia dolencia agrió bastante mi carácter. Me sentía vulnerable, aburrido… Aquello ya no era divertido…
—¡Qué pena!
—No lo puedes ni imaginar, querida Erika. En cuestión de días se fue apartando. Cada vez más. Yo estaba hundido. Lloraba impotente como un niño. No sentí ni un gesto de conmiseración. Desgarrado, se me escapó un reproche (creo que el primero en toda mi vida a alguien). Fue lo que faltaba. Se revolvió como una posesa defendiendo su independencia. Escuché las palabras más crueles que puedas imaginar. Ella se veía fuerte, inteligente, guapa, segura, carismática… Ya creía poder volar sola. Y yo ya no le servía para nada, al contrario, molestaba. Ella no iba a renunciar al disfrute que le proponía ahora el mundo. Cualquier amigo o amiga de dos meses tenía más valor que yo, después de 19 años de desvelos. Fue humillante, injusto…. Me sentí traicionado. Como si de un juego infantil se tratara desapareció de mi vida. Hasta el día de hoy, querida Erika.
—¡Menuda puñalada! Quizás su madre tuvo algo que ver.
—Probablemente, claro. Las mujeres conocen venganzas muy finas. Mas lo peor es que me sentí como el moribundo al que su enemigo abandona al darlo por muerto, ahorrándose la última puñalada. Perdí el hambre, la ilusión, la confianza en las personas… Me salvó mi creencia. Un ángel vino a rescatarme en un sueño. Vi con claridad que yo no pertenecía a una sociedad que generaba esta clase de historias. En cuanto recuperé algo de fuerzas opté por lanzarme al mundo, donde la gente defiende causas verdaderas. Quizás sólo buscara ahogar mi dolor en otros dolores, no te sabría decir. Pero, mira, al final no me mató ninguna bala de las muchas que me rozaron.
Descorazonada por su relato, entrelacé mi mano con la suya, fría y huesuda. Le besé con ternura en la cara, casi en la comisura de los labios. Ambos sonreímos. Ya nunca me separé de él.
José Urbano Priego © 2010
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