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08 marzo 2010

El vagabundo de la cornalina


Lo cierto es que, si te fijabas bien, desentonaba. Ese joven más bien alto, cenceño de carnes, con ese halo de desamparo y de entereza a la vez, no era un tipo corriente. Iba siempre acompañado por un perro “golden retriever” del color de la canela que se le había acoplado, hacía ya tres meses, en un campo de naranjos del Valle de Lecrín. Sólo con mirarse a los ojos comprendieron que estaban destinados a encontrarse. Reconocieron de inmediato que ambos cargaban una tristeza parecida, marcada por la soledad. Lejos de rechazarlo, lo aceptó como compañero con una sonrisa, que constituyó todo un pacto entre aquellos dos seres. Viéndolos ahora sería difícil determinar quién cuidaba a quién. Compartían techo estrellado, manta, pan y el inmenso tiempo. ¿Existe comunión más íntima?
Era de raza negra, aunque diferente a los otros colegas negros que se arremolinaban alrededor de la candela para zafarse del frío. Su tono de piel era más rojizo y tenía la nariz fina y recta. Sus modales eran exquisitos, de una dulzura que conmovía. Había llegado a aquel pueblo andaluz porque había escuchado de otros africanos que allí podría trabajar unos días recolectando aceitunas, y así obtener algunos euros para proseguir su camino hacia ninguna parte.
Pero este año había menos trabajo, y mucha más gente en la sala de espera. En realidad, la elección de los privilegiados que trabajarían ya estaba hecha desde hacía unos días, pero aquel ejército de necesitados se aferraba a una ilusoria esperanza, y no se decidían a partir hacia otro lugar. ¿Adónde? El improvisado albergue municipal estaba ya desbordado, y los alrededores se poblaron de grupos de jóvenes, deambulando erráticamente, buscando un sitio recogido para pasar la noche al raso. Las hogueras eran su hogar, y una manta el tesoro más preciado.
Los lugareños observaban esa variopinta almofalla con impotencia, pues no podían remediar la escasez de trabajo, pero, en el fondo, les incomodaba la presencia de tantos desarrapados vagando por el pueblo. Algunos pensaban que era un problema de seguridad ciudadana que las autoridades deberían resolver. Si no hay trabajo, ¿qué hacen aquí? Otros, conmovidos al verlos sobre la tierra nevada, tiritando de frío y desnutridos, les llevaban mantas y alimentos. Un grupo de voluntarios jóvenes les visitaban y trataban de concienciar a los responsables políticos, pero la voz de estas espléndidas personas que actuaban de corazón chocaba contra muros insalvables. Y los días pasaban. Y el frío arreciaba.
Sus compañeros de penurias habían observado que aquel joven nunca se apresuraba hacia la cola donde una institución cristiana ofrecía una ración de comida. Por el contrario, siempre cedía su plaza a alguien más necesitado; y si tenía suerte y llegaba algo a su escudilla, lo compartía con el perro de igual a igual. Parecía estar inmunizado contra el frío, el hambre, la sed y el dolor. Cualquier dificultad la asumía con naturalidad, y nunca le vieron quejarse. Admiraban su desapego estando en unas condiciones tan deplorables. Les llamaba la atención el anillo de plata que llevaba en su dedo meñique, con una ágata del color de la sangre engarzada, que alguien entendido en la materia aseveró que era una cornalina, la piedra de los príncipes.
El joven del anillo era respetado por aquella hueste de desposeídos, porque siempre tenía una palabra de alivio para la frustración de cada uno. Hablaba poco y escuchaba mucho. Conoció y sintió como propia la amargura de aquellos seres marginados que luchaban por sobrevivir. Todos mostraban en su rostro el sello del desarraigo, pero pocos perdían su sonrisa vital.
Llevaba la piedra de los príncipes porque Uzman era un príncipe. Su padre era el sultán de un pequeño reino de la rivera del Nilo. Su dinastía se había distinguido durante doce generaciones por defender el bienestar de sus súbditos. El pueblo los amaba. 240 años atrás habían instituido un precepto familiar en virtud del cual el heredero del sultanato debería vivir un año por el mundo en absoluta indigencia. De esta forma conocería detalles de la conducta humana que no se aprecian desde el acomodo. Compartir un año, con todos sus días consecutivos, entre los desheredados —sin desvelar su condición— era la última exigencia para pasar de príncipe a rey en aquel país donde crecen los cedros.
© José Urbano Priego

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