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18 octubre 2014

La llave de Sarah

Hace tiempo que me había propuesto no conmoverme con ficciones basadas en el tema del holocausto nazi. Tema, por otro lado, profusa y sabiamente explotado por cineastas y escritores, si no judíos, afines a sus intereses o a su cultura. A nadie medianamente informado escapa que durante las últimas siete décadas los grandes lobbies sionistas han destinado ingentes cantidades de dinero y otros recursos a producir películas, novelas, documentales, etc. que reflejaran las atrocidades sufridas por los judíos europeos a manos de las hordas nazis. Algo muy legítimo, faltaría más.
A quién no se le han saltado las lágrimas con esos dramones, escenificados con fina inteligencia, donde se muestra el sufrimiento de familias judías, separando padres e hijos, deportándolos a campos de concentración inmundos, sacrificándolos en hornos crematorios y otras atrocidades con un registro narrativo que hiela el alma del más pétreo. Todo hasta aquí, legítimo. Es más, ineludible por la historia y las artes. Algo de esta naturaleza debe quedar perfectamente explicado a las generaciones venideras. Y, por otra parte, tampoco considero ilegítimo buscar su conmiseración. Supongo que en beneficio de la dramatización, los protagonistas de estas obras son siempre personas modélicas, civilizadas y cosmopolitas. Habrán observado que estos suelen ser pianistas, violinistas, pintores, profesores... Tipos todos bien situados socialmente y bendecidos con altas dosis de sensibilidad artística y humana, que se mueven como Pedro por su casa entre Florencia, Nueva York o París, lo que de paso, casi sin quererlo, confiere un perfil altamente atractivo —un poco de propaganda tampoco viene mal— al siempre perseguido pueblo hebreo.
Pero resulta que el siempre perseguido pueblo hebreo, en cuanto se ha sentido fuerte y con el rédito del victimismo por el holocausto en la mano, se ha dedicado a infligir un suplicio similar al pueblo palestino, ocupando ilegalmente su tierra (con la vergonzosa connivencia de las instituciones occidentales, previamente untadas por el poder sionista), encarcelando arbitrariamente a sus legítimos habitantes, asesinando a quien se resiste, masacrando y humillando a la indefensa población civil con cobardes bombardeos sistemáticos, orquestados por las mentes más perversas que imaginarse pueda.
Y digo el pueblo hebreo, y no solo sus infames gobernantes, porque la última campaña de bombardeos indiscriminados sobre Gaza de este verano, de este Ramadán,  contó con el beneplácito de más del 90 por ciento de los ciudadanos de Israel, quienes se manifestaron con desvergüenza, vertiendo opiniones y cometiendo actos que harían sonrojar a cualquier persona de bien. Una barbarie legitimada por el pueblo judío —no olvido algunas muestras disidentes, pocas, casi simbólicas por su ínfima proporción—. Una barbarie bendecida por ilustres sociólogos y catedráticos universitarios judíos. Una barbarie ejecutada con exquisito refinamiento intelectual.
Pues bien, como quien esto suscribe tiene la cándida tendencia de posicionarse del lado de quien sufre, no pude evitar consternarme anteayer visionando La llave de Sarah (Elle s'appelait Sarah, 2010), la excelente película dirigida por Gilles Paquet-Brenner, joven cineasta judío francés, basada en la novela homónima de Tatiana de Rosnay y magistralmente protagonizada por Kristin Scott Thomas. Confieso que solté, a mi pesar, algunas lágrimas. Lágrimas de impotencia que, ya que brotaron, sirvan como un humilde homenaje a tantas niñas, que no se llamaban Sarah sino Fátima, Jadiya o Karima, a tantos niños, adultos y ancianos cuyas vidas fueron violentamente truncadas por jóvenes y sonrientes soldados asesinos, dirigidos por una banda de psicópatas con caros trajes y corbatas floreadas, que sientan sus asquerosos traseros en los foros que han corrompido con la mayor vileza.

José Urbano © 2014 

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