Hace tiempo que me había propuesto
no conmoverme con ficciones basadas en el tema del holocausto nazi. Tema, por
otro lado, profusa y sabiamente explotado por cineastas y escritores, si no
judíos, afines a sus intereses o a su cultura. A nadie medianamente informado
escapa que durante las últimas siete décadas los grandes lobbies sionistas han destinado ingentes cantidades de dinero y
otros recursos a producir películas, novelas, documentales, etc. que reflejaran
las atrocidades sufridas por los judíos europeos a manos de las hordas nazis.
Algo muy legítimo, faltaría más.
A quién no se le han saltado las
lágrimas con esos dramones, escenificados con fina inteligencia, donde se
muestra el sufrimiento de familias judías, separando padres e hijos,
deportándolos a campos de concentración inmundos, sacrificándolos en hornos
crematorios y otras atrocidades con un registro narrativo que hiela el alma del
más pétreo. Todo hasta aquí, legítimo. Es más, ineludible por la historia y las
artes. Algo de esta naturaleza debe quedar perfectamente explicado a las generaciones
venideras. Y, por otra parte, tampoco considero ilegítimo buscar su
conmiseración. Supongo que en beneficio de la dramatización, los protagonistas
de estas obras son siempre personas modélicas, civilizadas y cosmopolitas.
Habrán observado que estos suelen ser pianistas, violinistas, pintores,
profesores... Tipos todos bien situados socialmente y bendecidos con altas
dosis de sensibilidad artística y humana, que se mueven como Pedro por su casa
entre Florencia, Nueva York o París, lo que de paso, casi sin quererlo,
confiere un perfil altamente atractivo —un poco de propaganda tampoco viene mal—
al siempre perseguido pueblo hebreo.
Pero resulta que el siempre perseguido
pueblo hebreo, en cuanto se ha sentido fuerte y con el rédito del victimismo
por el holocausto en la mano, se ha dedicado a infligir un suplicio similar al
pueblo palestino, ocupando ilegalmente su tierra (con la vergonzosa connivencia
de las instituciones occidentales, previamente untadas por el poder sionista), encarcelando
arbitrariamente a sus legítimos habitantes, asesinando a quien se resiste,
masacrando y humillando a la indefensa población civil con cobardes bombardeos
sistemáticos, orquestados por las mentes más perversas que imaginarse pueda.
Y digo el pueblo hebreo, y no solo
sus infames gobernantes, porque la última campaña de bombardeos indiscriminados
sobre Gaza de este verano, de este Ramadán,
contó con el beneplácito de más del 90 por ciento de los ciudadanos de
Israel, quienes se manifestaron con desvergüenza, vertiendo opiniones y
cometiendo actos que harían sonrojar a cualquier persona de bien. Una barbarie legitimada
por el pueblo judío —no olvido algunas muestras disidentes, pocas, casi simbólicas
por su ínfima proporción—. Una barbarie bendecida por ilustres sociólogos y
catedráticos universitarios judíos. Una barbarie ejecutada con exquisito refinamiento
intelectual.
Pues bien, como quien esto
suscribe tiene la cándida tendencia de posicionarse del lado de quien sufre, no
pude evitar consternarme anteayer visionando La llave de Sarah (Elle
s'appelait Sarah, 2010), la excelente película dirigida por Gilles Paquet-Brenner, joven cineasta
judío francés, basada en la novela homónima de Tatiana de Rosnay y magistralmente protagonizada por Kristin Scott Thomas. Confieso que
solté, a mi pesar, algunas lágrimas. Lágrimas de impotencia que, ya que
brotaron, sirvan como un humilde homenaje a tantas niñas, que no se llamaban
Sarah sino Fátima, Jadiya o Karima, a tantos niños, adultos y ancianos cuyas vidas
fueron violentamente truncadas por jóvenes y sonrientes soldados asesinos,
dirigidos por una banda de psicópatas con caros trajes y corbatas floreadas,
que sientan sus asquerosos traseros en los foros que han corrompido con la mayor vileza.
José Urbano © 2014
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