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03 marzo 2010

Inadvertencia, altivez… o falta de respeto


Cuando entro, o salgo, por una puerta muy transitada tengo la costumbre de mirar de reojo por si viniera detrás alguien dispuesto a hacer lo mismo, y, en ese caso, sujetar el batiente para facilitarle la cosa. Una inocente cuestión de cortesía adquirida en mi infancia, a la que, siendo una bagatela, otorgo gran significación.
     Agotado por las gestiones que ayer me llevaron a aquel viejo edificio público, al fin me disponía a abandonarlo. Al observar que tras de mí caminaban otras personas, una vez yo fuera mantuve abierta, no sin esfuerzo, la enorme puerta metálica que me separaba de la calle. Enseguida pasó una señora mayor, con el pelo gris pulcramente cardado de peluquería, conversando con quien supuse su hijo, un treintón de aspecto anodino. Como a dos pasos de distancia también salió otro hombre cuarentón, de porte estresado. Las tres personas pasaron junto a mí sin siquiera mirarme y sin el más mínimo gesto de consideración ante mi deferencia hacia ellos. Una vez salieron, abochornado y con cara de tonto, dejé cerrarse la pesada puerta con suavidad.
     Como dije antes, este detalle pudiera parecer una nimiedad, pero, ante la frecuencia con que me he encontrado con este hecho, me he decidido a dedicarle estas líneas.
     Lo más benévolo sería atribuirlo a una simple inadvertencia. Claro que podría ser así, pero me extraña que personas adultas se conduzcan por la vida de esa guisa. En este caso, imagino que andarían por ahí tropezándose unos con otros, dándose topetazos contra las farolas o pisando todas las cagadas de perro que hubiera a su paso. También sería normal que olvidaran los billetes en las fauces de los cajeros, o que pidieran café con leche en una ferretería.
     Si no se trata de un descuido, podría deberse, lo que es peor, a un gesto barato de altivez: ¿Quién le manda a éste sujetar la puerta?; ¿por qué tengo yo que agradecer nada a nadie? No necesito que este tío haga nada por mí… Miserable hipótesis ésta que, visto lo visto, tampoco considero descabellada.
     En cualquier caso atisbo en ello una falta de respeto evidente. Una deficiencia cívica propia de una sociedad insolente y grosera, de la que me niego a formar parte. Por supuesto que elegancia, cortesía y otras mariconadas así son adornos voluntarios a los que nadie está obligado, pero ¿tanto cuesta una leve sonrisa, una mirada afable, o una ligera mueca de consideración?
     Por mi parte no pienso abandonar estas buenas maneras que dulcifican la brega entre las personas, aunque tal vez algún día que me pille esta situación con el rabo torcido suelte el batiente, calculando el momento con precisión, y se estampe contra las narices del descuidado o altivo de turno. Y le estaría bien empleado, por imbécil.
     ¿O no será que me he vuelto invisible? Podría suceder también, en cuyo caso el estúpido sería yo por no haberlo advertido, y por no estar disfrutando de los numerosos privilegios que conlleva esta maravillosa condición.

José Urbano Priego © 2010 

1 comentario:

Anónimo dijo...

La cortesía y la buena educación son para los que las hemos mamado de unos padres atentos en enseñar a sus hijos la humildad y el amor al prójimo. En los tiempos que andan se han perdido estos valores, todo el mundo va como se dice a su puta bola, lastima del que aún los conserva pues siente verdadero malestar.Que pena!